Una bicicleta para una anciana enferma
Por: Celso Román
—No hay nada que hacer por Marie Curie, solo esperar el fin —dice el doctor, hablando en voz muy baja a Irene y Eva, las hijas de la enferma. Todos perciben la presencia de la Muerte, que toma la forma de una helada oscuridad, que envuelve el Hospital y la habitación.
Marie escucha lo que dicen, y pide a la Vida una oportunidad para no dejarse derrotar. Aparece entonces una luz, que ella reconoce con cariño, pues es la del elemento que encontró en su laboratorio.
El resplandor la saluda, cambia varias veces de forma, y finalmente entra en el cuerpo desfalleciente de la enferma, transformándola en una niña de unos 10 años; luego hace aparecer una bicicleta de luz, en la cual se sube la pequeña.
Entonces emprende viaje. Pedaleando entre destellos, deja atrás la oscuridad, el antiguo Hospital, en medio de las montañas boscosas de la Alta Saboya. Ve a lo lejos el lago Leman entre Francia y Suiza. Pasa las montañas nevadas de los Alpes, atraviesa toda Francia hacia el mar Atlántico, cruza las extensas aguas, llega al Caribe, y sigue hacia los Andes colombianos.
Desde lo alto, la niña aprecia la perspectiva del inmenso valle que fuera el dominio de los indígenas muiscas, recorrido por el río sagrado que llamaban Funza o Bacatá, y que los conquistadores europeos llamaron Bogotá, dándole ese mismo nombre a la ciudad y a su río.
El círculo se cierra poco a poco, y la niña mira con una sonrisa curiosa los cerros orientales, y la amplia extensión de la ciudad que ya llena casi por completo la Sabana. La bicicleta de luz la lleva hasta el municipio de Mosquera, y llega a un colegio en el momento en que los niños salen al recreo como una bandada de pájaros, y sonríe cuando reconoce en la institución educativa su propio nombre: Gimnasio Campestre Marie Curie.
Se dirige a un grupo de cinco estudiantes amigos: Fabiola, Alejandra, Cindy, Germán y Estiven, quienes se acercan a la recién llegada que monta esa hermosa bicicleta hecha de luz. Piensan que debe ser una alumna nueva y les asombra sobre todo el ver que tiene un vestido largo, como los que se usaban en tiempos de las abuelas, y unos botines de cuero, de suela gruesa, bastante burdas. La miran con curiosidad, y ella simplemente los saluda, hablando con la letra erre gutural de su dicción francesa:
—Buenos días, soy Marie Curie, y vine a invitarlos a conocer mi historia, ya que este colegio lleva mi nombre.
Cuando se da cuenta de que la miran sorprendidos por su extraña bicicleta y su vestimenta de delantal largo y botines, les dice con una sonrisa:
—No les extrañe mi vestido, porque así nos vestíamos los niños en mi época, por allá en el año 1867, cuando yo era chiquita, y estas botas parecen feítas, pero yo las quiero mucho porque me las hizo mi mamá, y además, son muy cómodas.
—No vamos a poder ir, porque cuando suene el timbre tenemos que volver a clase —dice Estiven, uno de los niños.
—No se preocupen, alcanzamos a ir y volver mientras dura el recreo. Esa es una de las ventajas de montar las bicicletas mágicas —y extiende la mano suavemente, y aparecen cinco ciclas de luz, una para cada uno de sus nuevos amigos.
El grupo de jovencitos emprende viaje en las bicicletas mágicas y sobrevuelan la ciudad de Bogotá, sobrepasan la cordillera Oriental, salen al mar Caribe por encima de sus rosarios de islas verdes sobre las aguas de siete colores, aspiran los perfumes de flores y frutas tropicales, sienten en sus rostros la brisa salada y escuchan el concierto de las gaviotas, los alcatraces y los pelícanos que los saludan, y los escoltan hasta que divisan las costas de Europa.
Las aves marinas les desean buen viaje, y se devuelven mientras las bicicletas de luz, que desconciertan a los astrónomos, pues las confunden con un manojo de meteoritos, se acercan, a través del tiempo y de la historia, hasta la antigua ciudad de Varsovia, en el país que hoy se llama Polonia, pero que en los tiempos de la niña Marie Curie era parte del Imperio ruso.
—Parece una ciudad de un cuento de hadas —dice Alejandra, contemplando las calles de piedra, las grandes catedrales y las puertas con torres circulares que defendían la ciudad desde la Edad Media, cuando reinaban reyes y reinas, príncipes y princesas, de largos vestidos y coronas de oro.
—Vamos a conocer la casa donde yo nací el 7 de noviembre de 1867, con el nombre de Marie Sklodowska —dice la niña, y su bicicleta, seguida por las otras cinco, se dirige hacia el barrio Stare Miasto, el más antiguo de Varsovia, hasta el número 16 de la calle Freta.
—Este edificio se parece a los del centro de Bogotá, donde el domingo pasado me llevaron mis papás —dice Germán, reconociendo la edificación de tres pisos, con fachada de piedra, un balcón sobre la puerta y ventanales cuadrados, muy semejantes a los del entorno de la Gobernación de Cundinamarca en la calle 13, abajo de la carrera séptima.
Dejaron las bicicletas a la entrada, y siguieron al primer piso de la casa, donde vivía la familia. Marie los llevó hasta la sala para presentarles a su familia allí reunida:
—Les presento a mi papá y mi mamá —dice Marie, y los niños del colegio cortésmente le dan la mano al señor Ladislao José Sklodowski, un profesor de química y física, de unos 35 años, egresado de la Universidad de San Petersburgo, y a su esposa Bronislawa Mariamna Boguska, de 32 años, la directora de la más importante escuela para niñas de Varsovia.
—Bienvenidos, queridos niños —dice el profesor Sklodowski, un hombre sonriente, de calvicie pronunciada, pero de barba y bigote muy bien cuidados, que ya empezaban a encanecer. Los saludó con cortesía, creyendo que ese grupo de niños eran los vecinos del barrio que venían a visitar a la familia, para conocer a la pequeña que acababa de nacer.
—Le pondremos de nombre Marie, y llevará como nuestros otros tres hijos los apellidos Sklodowski-Boguska —dice la joven señora Bronislawa Mariamna, acunando con ternura a su niña recién nacida. Era una hermosa mujer, que además de tocar el piano y cantar con linda y suave voz las canciones de moda, dirigía el instituto para señoritas.
—Pero entonces si tienes esos apellidos, ¿por qué te llamas Marie Curie? —preguntó Fabiolita, una niña muy curiosa, que siempre decía que quería ser profesora, y por eso consideraba necesario buscar respuesta a todo lo que le llamaba la atención.
—Eso fue porque cuando me casé tomé el apellido de mi esposo. Eso es lo que se usa en Europa, y equivale al de que usan en Colombia. Si por ejemplo en el futuro tú llegaras a casarte con un señor de apellido Rodríguez, serás Fabiola de Rodríguez —dice Marie guiñándole un ojo.
—Bueno, queridos amigos, así era yo recién nacida —dijo Marie, y gracias a la luz de su bicicleta mágica, cuando ella empezó a hablar, la escena de la familia rodeada de niños se detuvo en el tiempo como si fuera una fotografía.
Así empieza la historia de la científica Marie Curie, en cuyo honor se creó el del Gimnasio Campestre, en que gracias a la magia de la Literatura los pequeños viajeros logran comprender la importancia del conocimiento científico y los idiomas, que nos permiten la comunicación con el mundo, que es tan grande como los idiomas que uno conozca.
Los estudiantes del Gimnasio Campestre acompañaron a Marie en su inscripción en la Facultad de Ciencias Matemáticas y Naturales de la Universidad de la Sorbona, donde empezó a hacer realidad el sueño de su vida: investigar en el universo de la física y la química.
Allí conoció a su esposo Pierre Curie, con quien se casó el 26 de julio de 1895, con quien empezó a investigar las radiaciones que emitía los compuestos del uranio, las cuales serían el tema de investigación para obtener el doctorado, que llevó a los esposos Curie al Premio Nobel al darle el nombre de radiactividad a ese fenómeno.
El gran triunfo llegó el 10 de diciembre de Suecia, cuando la Academia de Ciencias de Estocolmo anunció públicamente que el Premio Nobel de Física para ese año, 1903, era concedido por partes iguales a Henri Becquerel, a Pierre y a Marie, por sus descubrimientos sobre la radiactividad, y posteriormente, en 1911, recibió el Nobel de Química.
—Cuando mi salud ya no me permitía las larguísimas jornadas de trabajo, los médicos me recomendaron limitar mi actividad, y por eso me dediqué al desarrollo de las becas de estudios científicos internacionales, y es algo que quiero que tengan en cuenta, sobre todo ahora que ustedes son estudiantes y tienen todo su futuro por descubrir y conquistar como personas.
—Me encanta hacer este viaje con ustedes, porque sé que me comprenden cuando digo que un sabio en su laboratorio no es solamente un teórico; también es un niño situado ante los fenómenos naturales, maravillándose e impresionándose como cuando le leen un cuento de hadas —explicó Marie emocionada, ante los estudiantes del Gimnasio Campestre, la institución educativa que no solamente llevaba su nombre, sino que tenía una orientación claramente científica.
Ese 4 de julio de 1934, a los 67 años, cuando la leucemia se llevaba su último hálito de vida, Marie pidió a la Vida una última oportunidad para recorrer su camino y enseñar su vida a los niños de un colegio que llevaba su nombre: Gimnasio Campestre Marie Curie, en la lejana Colombia.
Entones apareció una brillante luminiscencia que se la llevó, convertida en una niña montada en una bicicleta de luz.
—Es hora de despedirnos, queridos amigos. Espero que no me olviden. Le dejo a cada uno la semilla del amor a la ciencia, que les ayudará a seguir mi ejemplo.
Marie se separó del grupo de estudiantes, pedaleando con alegría hacia el cielo, y los niños se vieron de nuevo en el patio del recreo, cuando el timbre anunciaba que debían volver a clase.